*Jose Manuel Rivero / Frente Antimperialista Internacionalista
El reciente anuncio del presidente Sánchez sobre la adquisición de cien millones de euros en armamento estadounidense destinado a Ucrania —canalizado a través de la OTAN—, junto con la firma por parte de Francia de una “declaración de intención” para la venta de hasta cien aviones Rafale y sistemas de defensa aérea SAMP-T a Kiev, constituye un episodio revelador de las contradicciones estructurales que atraviesan el orden internacional contemporáneo. Estas operaciones, que en el caso español alcanzan los 815 millones de euros y en el francés podrían ascender a varios miles de millones, exigen un análisis que vaya más allá de la retórica humanitaria o de la narrativa maniquea que presenta la guerra como un enfrentamiento entre democracia y autoritarismo, ocultando que el supuesto “baluarte democrático” ucraniano funciona en realidad como un régimen oligárquico atravesado por una corrupción estructural, sostenido por redes de poder que han convertido la guerra en instrumento de enriquecimiento, represión interna y consolidación de un aparato político dominado por élites que no rinden cuentas a su propio pueblo.
España y Francia atraviesan crisis socioeconómicas profundas: ausencia de presupuestos aprobados, déficits estructurales, desempleo elevado, deterioro de los sistemas de salud y educación públicas, precarización generalizada, inaccesibilidad a una vivienda digna para amplias capas de la población y, en el caso francés, una aguda crisis política e institucional. En este contexto, destinar cientos o miles de millones de euros a contratos militares que prolongan una guerra devastadora no puede legitimarse apelando a abstractos “valores democráticos”.
Pero quizá nada ilustra mejor la manipulación política de la guerra que el uso del Guernica por parte de Sánchez durante la visita de Zelenski. Presentar ese símbolo universal del sufrimiento civil causado por el fascismo como un emblema para legitimar el envío de armas es, sencillamente, una agresión a la memoria histórica, una instrumentalización grotesca de un icono antifascista para encubrir un negocio geopolítico. La ofensa es doble cuando se silencia que en el Estado ucraniano contemporáneo se tolera, promueve e incluso se enaltece simbología asociada al colaboracionismo nazi, desde el culto oficial a Stepán Bandera —figura política vinculada a la Alemania hitleriana y responsable de matanzas de civiles— hasta la integración del batallón Azov, con iconografía neonazi explícita, en las estructuras militares regulares. Convertir el Guernica, obra nacida para denunciar la barbarie fascista, en un accesorio retórico que tapa estas realidades no es solo cinismo: es una profanación política, un intento de vaciar de contenido la memoria antifascista para ponerla al servicio de una narrativa belicista y de los intereses de la industria armamentística occidental.
El discurso sobre la defensa del “orden internacional basado en normas” muestra su inconsistencia cuando se contrasta con la inacción ante acciones criminales de lesa humanidad: Palestina, el Sáhara Occidental, Kurdistán o la destrucción de Yugoslavia. La “comunidad internacional” que invocan Sánchez y Macron no es un sujeto universal, sino un bloque geopolítico que defiende intereses concretos y selectivos. La propuesta francesa de una “fuerza multinationale Ukraine”, con vocación de permanencia post-bélica, revela la intención de consolidar un protectorado occidental en Ucrania, independientemente del desenlace formal del conflicto.
La guerra en Ucrania se inscribe en una lógica en la que la destrucción se convierte en condición de nueva acumulación. Europa ha quedado subordinada energéticamente al gas natural licuado estadounidense —más caro que el gas ruso— y sometida a incrementos masivos del gasto militar que benefician a corporaciones estadounidenses y europeas. Francia ha garantizado a Dassault Aviation más de una década de contratos; España crea oficinas específicas para que sus empresas participen en la reconstrucción de un país cuya destrucción contribuyen a prolongar. La ecuación es diáfana: recursos públicos para destruir, recursos públicos para reconstruir; beneficios privados en ambas fases. La guerra, lejos de ser una tragedia excepcional, se convierte así en un mecanismo rentable de reorganización económica.
El horizonte que plantean Sánchez y Macron es una guerra indefinida, una “victoria” indefinida y un gasto militar indefinido. No se impulsa ninguna iniciativa diplomática seria; se omiten las responsabilidades de la expansión de la OTAN hacia el este, el golpe de Maidán de 2014 o la guerra del Donbás. La historia oficial comienza en febrero de 2022, como si el conflicto surgiera de la nada. Este borrado histórico permite presentar como inevitables decisiones que responden en realidad a intereses muy concretos y que podrían ser otras.
Lo que emerge con claridad es la subordinación estructural de la socialdemocracia europea a los intereses del capitalismo transnacional y a la hegemonía estadounidense. La retórica progresista, los símbolos antifascistas y las apelaciones a la democracia coexisten sin fricción con políticas que perpetúan la lógica de la guerra y sacrifican el bienestar de las mayorías sociales. La tragedia ucraniana está siendo instrumentalizada para reforzar un orden profundamente desigual que convierte la paz en una mercancía y la guerra en un negocio rentable.
Mientras no se produzca una ruptura con este marco geopolítico y económico, Europa seguirá participando en un proceso de transferencia masiva de riqueza desde la periferia hacia el centro imperial, envuelto en el lenguaje de la solidaridad y los valores democráticos.
