Artículo de Karlos Turrillas
Ayer llegamos a Donetsk. Llegamos al anochecer, y una de las primeras personas con las que me encontré fue mi compañero Bruno Carvalho, periodista portugués que ha vivido este conflicto de una manera muy diferente a la mayoría de periodistas europeos. Bruno siempre ha escuchado esa voz del otro lado de la trinchera y ha traído hasta nosotros un relato directo y conciso, algo que no estamos acostumbrados a ver en los telediarios.
El saludo fue muy efusivo. Vista la situación en la que nos encontramos, no podía ser de otra forma. Desde que comenzó la guerra del Donbass en 2014, la Capital de la República Popular ha sido bombardeada constantemente por la artillería ucraniana, y aquel día no fue una excepción. Bruno me mostró imágenes tomadas aquella misma mañana en el Distrito Petrovski, un barrio situado en las afueras de la ciudad. Los hechos eran realmente trágicos. Una vivienda había sido arrasada. Pero más allá de la pérdida material que puede suponer una pequeña casita de una sola planta, aquel día un misil ucraniano se cobró la vida de tres civiles. Tres hermanos de dos, diez y catorce años. La única superviviente del ataque fue la madre de los niños quien hace unos meses ya perdió a su marido y que la muerte de sus hijos afectó tanto que según me contaron entró en estado de shock. Se quedó muda y tuvo que ser ingresada en un centro de salud mental.
Y es que la cruda realidad en Donetsk es esa.
Dicen que cuando tienes que oír constantemente un sonido desagradable, al final, el cerebro decide eliminarlo de la realidad. No quieres oír, te acostumbras, lo olvidas y no lo oyes. He visto muestras de ello en amigos que viven cerca de una estación de tren, y yo mismo lo he comprobado ya que crecí al lado de una iglesia en la que cada quince minutos las campanas repicaban para indicar la hora. En Donetsk pasa algo parecido. Por curioso que nos pueda resultar, hay cierta gente que ha llegado a acostumbrarse al sonido del impacto de proyectiles artilleros, han normalizado de tal manera el sonido de las bombas ucranianas que en muchos casos ni las oyen.
Sin embargo, no escuchar las bombas no quiere decir que no existan. Cada explosión tiene sus consecuencias, también, sus historias humanas. Más allá de la imagen que ofrecen las fachadas llenas de metralla, los muros derruidos, los tejados de aleros carbonizados y los edificios abandonados donde los huecos y miles de cristales sustituyen a puertas y ventanas…más allá de todo esto, hoy, resulta un deber imprescindible relatar la tragedia que vive la población civil y los supervivientes que pueden o se atreven a contarlo.
Me levanto temprano tanto por el insomnio que llevo padeciendo durante un tiempo, cómo por el esporádico sonido de la artillería ucraniana que rompió el descanso de lo que debería haber sido una apacible noche de primavera. El cielo ha pasado del negro nocturno al gris plomizo y debo empezar a trabajar. Hoy no saldré de la ciudad, así que uno o dos cafés no vendrán nada mal para afrontar las primeras horas de la mañana y acercarme al Centro Traumatológico de la República.
El camino no es largo, el Centro se encuentra relativamente cerca. Está ubicado en la Avenida Artiomski, una de las más importantes del centro de Donetsk y que precisamente hace referencia a Fiódor Serguéyev “Artiom”, histórico líder comunista que durante la Revolución bolchevique organizó a los obreros de la zona y, en 1918, llegó a declarar la independencia de la República Soviética de Donetsk-Krivói Rog respecto a la República Socialista Soviética de Ucrania.
El edificio del Centro Traumatológico de la República tiene la típica arquitectura soviética, que después de ver tantos edificios parecidos ya no me llama la atención. Es en la plaza que hay frente a este edificio donde me uno a mis compañeros. No sabemos lo que nos vamos a encontrar, pero posiblemente no será nada agradable. Antes de entrar nos dan varias indicaciones. La más importante es que no podemos sacar fotos ni grabar videos, no solo por una cuestión de seguridad sino también por una cuestión de respeto a los pacientes y personal sanitario. Cumplo con con lo que nos piden. El bolígrafo y la libreta deberán ser hoy mis únicas herramientas de trabajo.
Entro y veo que, pese a los evidentes impactos de metralla de la fachada, el interior del edificio está bien equipado. Pacientes con muletas y personal de bata blanca se cruzan en los pasillos y se saludan, y de vez en cuando rumorean en voz baja sobre estos occidentales que están pululando por allí. Pese a esta desconfianza inicial, debo admitir que el trato es correcto y se me permite entrar en alguna habitación y hablar con diferentes pacientes quienes me cuentan su situación en el Centro y cómo y porqué han llegado allí.
Una de las más impactantes es la de una familia de Panteleimonovka. Me reciben sus cuatro miembros: La madre, quien lleva la voz cantante; el padre, con un brazo escayolado; y sus dos criaturas, una niña de diez años y su hermano de nueve. Las caras de los adultos reflejan sobre todo dolor, un dolor presente y al mismo tiempo acallado por esa resignación que deja la guerra cuando ha destrozado una vida. Me cuentan que hasta hace poco la familia la conformaban cinco miembros. La hermana mayor, con solo quince años, murió en el bombardeo en el que un misil ucraniano arrasó la casa familiar.
Otra de las reglas que nos han puesto para poder acceder al Centro es que debemos mantener la distancia física con los pacientes. Sin embargo, el benjamín de la familia nos mira y se acerca contento, a pesar de las cicatrices que acompañan a su inocente sonrisa. Mi compañera Mai saca algo de fruta y algún juguete que tenía escondido en la mochila. Las normas no funcionan contra los abrazos de los chavales que tras una orden de su madre agradecen los presentes. Es imposible que recuperen todo lo que han perdido, un hogar, una hermana, una infancia… pero, quien sabe! a lo mejor, un pequeño juguete o unos rotuladores de colores, en ese instante puede que hayan sido algo mágico, algo que les ayudará afrontar un día que, de pronto, ha llegado con la sorpresa de ser distinto a todos los demás. Puede que cuando crezcan entiendan estos pequeños gestos de sincera solidaridad que, quiero pensar, labraran un nuevo futuro.
Me despido de la familia y salgo de la habitación. Después de estas historias que nos conmueven y nos dejan con una sensación de tristeza muy profunda, ha llegado el momento de entrevistar al personal. Tengo la ocasión de conocer a Alexei, un joven doctor del Centro Traumatológico de la República. Alexei nació en un pueblo al norte de Donetsk y vino a vivir a la ciudad hace años para cursar los estudios de medicina. Se especializó en ortopedia infantil y actualmente trabaja en el área de traumatología infantil del Centro.
El joven médico comenta cómo desde el inicio de la Operación Militar Especial no hay la escasez de suministros que había antes. Actualmente tienen todo lo que necesitan. Cuentan con buenos profesionales y no faltan medicamentos para que los niños y niñas del Donbass sean tratados de la mejor forma.
Antes de despedirme, le pregunto sobre las causas de ingreso de los pacientes del área infantil, y Alexei responde sin ningún tapujo. Por suerte la mayoría de sus pacientes ingresan por traumas típicos de cualquier niño: roturas de huesos por caerse jugando, etc. Sin embargo, por desgracia, también trata a muchos niños que ingresan por el efecto de la metralla que causan los bombardeos o por pisar minas. Y es que desde hace años el Ejército Ucraniano ha lanzado sobre la población civil de Donetsk, y de manera habitual, las comúnmente conocidas cómo minas “mariposa” (PFM1). Este tipo de artefactos antipersona se desperdigan en torno a la zona en la que son lanzados y debido a su reducido tamaño, se pueden camuflar con facilidad en lugares como bosques o parques infantiles, causando unas consecuencias terribles que pasan desde la pérdida de miembros, hasta la muerte por hemorragia o por el impacto de la metralla de la propia mina.
Ha llegado el momento de marchar. Estrecho las manos del personal y salgo a la plaza frente al Centro Traumatológico para reunirme con mis compañeros. Antes de irme, miro una última vez la fachada principal del edificio y me fijo en algo en lo que no me había dado cuenta al entrar. Junto a la entrada principal, hay una estatua de bronce. Lo lógico, al tratarse de un edificio de época soviética, hubiera sido imaginarse un busto de algún médico que combatió en la Gran Guerra Patria o algo por el estilo; pero no. La estatua que preside la entrada del complejo se llama “El paciente curado” y fue puesta allí en 2001. Es una estatua inspirada en la película de humor “La Fiesta de San Jorge” (Yakov Protazanov, 1930) y muestra a un hombre descalzo que con su rodilla rompe una muleta. Me acerco un poco más y compruebo que el rostro del hombre es totalmente alegre, trasmite esa la felicidad que cualquier paciente puede tener al destruir aquello que le ha retenido, y encarna ese espíritu de libertad, de victoria. Una victoria que sin olvidar las cicatrices del pasado, avanza sin temor hacia ese nuevo futuro lleno de esperanza.