*Antonio Torres (09-04-2023) / Revista La Comuna
La llamada rusofobia no es un fenómeno actual, ni siquiera viene de los últimos años ni tampoco de la Guerra Fría, por mucho que aquella época contribuyera a crear una imagen grotesca de Rusia y los rusos. La rusofobia, es decir, la caracterización de Rusia y de los rusos como la personificación de la barbarie, del autoritarismo, del atraso y el despotismo o el estereotipo de una «tiranía euroasiática» que busca desesperadamente implantarse en el mundo, o al menos en el Occidente europeo, a cualquier precio; ya sean zares, bolcheviques o presidentes post-soviéticos, como Vladimir Putin. Rusia fue y será la barbarie asiática que amenaza la libertad y la democracia europeas. Poco o nada importa si se trata de una visión profundamente racista. Rusia es la amenaza del este a la que hay que hacer frente, seres inferiores que suplen dicha inferioridad a base de barbarie y salvajismo, como lo expresara el jerarca nazi Heinrich Himmler:
«Aquí, en esta lucha, se encuentra el nacional-socialismo: una ideología basada en el valor de nuestra sangre germánica y nórdica […] En el otro lado está una población de 180 millones, una mezcla de razas, cuyos nombres son impronunciables y cuyo físico es tal que uno puede derribarlos sin piedad ni compasión. Estos animales, que torturan y maltratan a todos los prisioneros de nuestro lado, a todos los heridos con los que se encuentran y no los tratan como lo harían los soldados decentes, lo verán ustedes mismos. Esta gente ha sido fusionada por los judíos en una religión, una ideología, que se llama bolchevismo […] Cuando ustedes, mis hombres, luchan allá en el Este, están llevando a cabo la misma lucha, contra la misma subhumanidad, las mismas razas inferiores, que en un momento aparecieron bajo el nombre de ‘hunos’, en otro tiempo, hace 1.000 años, en la época del rey Enrique y Otón I, bajo el nombre de magiares, en otro tiempo bajo el nombre de tártaros, y aún en otro tiempo bajo el nombre de Genghis Khan y los mongoles. Hoy, aparecen como rusos bajo la bandera política del bolchevismo.»
Como resumen, el hombre fuerte de Franco en sus primeros tiempos, Ramón Serrano Súñer, en su conocido discurso titulado «¡Rusia es culpable!» para el reclutamiento de voluntarios para la División Azul, afirmaría rotundamente: «El exterminio de Rusia es una exigencia de la historia y del porvenir de Europa». Puede que estos argumentos, viniendo de un nazi o de un falangista, sean una expresión extrema de rusofobia. La cuestión es que, como veremos, la rusofobia también tiene una cara amable, ilustrada y progresista.
En todo caso, lo bueno que Rusia haya aportado a la Historia de la Humanidad se debería a la influencia europea occidental, o bien alemana o bien francesa o incluso anglosajona, jamás nunca de la propia genialidad de los rusos, como si estuvieran genéticamente privados de ella.
Hay quienes incluso han visto rusofobia en el seno del propio proyecto socialista soviético, más concretamente en los debates que se dieron en el seno del Partido Bolchevique entre un Trotsky occidentalizado y despegado de los elementos culturales rusos o eslavos orientales frente a Stalin, que a pesar de ser georgiano, se apoyó en estos elementos culturales rusos y eslavos orientales para implementar su proyecto político. Es cierto que contemplar el debate entre Trotsky y Stalin en estos términos sería un burdo reduccionismo culturalista y etnicista que no tendría nada que ver con la realidad material de Rusia y del resto de pueblos soviéticos entre las décadas de 1920 y 1930, pero no deja de ser verdad que ese elemento cultural estuvo presente con más o menos evidencia en ese y otros debates durante el período soviético.
Si los nazis basaban su odio al ruso en base a la supuesta superioridad racial que una «subhumanidad» guiada por el bolchevismo amenazaba, o si los falangistas españoles pensaban que el exterminio de Rusia era una exigencia histórica, hoy vivimos una especie de rusofobia «ilustrada» y «progresista»; hoy, es una Rusia conducida por el autoritarismo y el nacionalismo imperial, un auténtico paradigma antidemocrático y contra los derechos humanos, la que amenaza a un Occidente supuesto baluarte de derechos y libertades. La famosa metáfora del jardín que hizo el Alto Representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, Josep Borrell, deja explícito el complejo de superioridad moral que embarga a las élites capitalistas europeas, un universalismo de las libertades y los derechos que, al ser profundamente eurocéntrico, particularista e hipócrita, cae por su propio peso en la retórica vacía, o peor aún, en la ideología perfecta para excusar el saqueo y la explotación de recursos de los países fuera del selecto club occidental. A estas alturas del desarrollo del capitalismo en su fase imperialista, tenemos que tener presente que el imperialismo no es solamente el desarrollo del capitalismo financiero, el desarrollo de grandes monopolios, la exportación de capitales y el reparto del mundo, sino también la construcción de una ideología de legitimación de esos procesos, que en el caso que nos ocupa, legitime el saqueo y la explotación y, sobre todo, las intervenciones militares de los Estados.
Como acertadamente comenta el marxista indio Vijay Prashad, Europa no es cuna de nada: «Los hábitos del pensamiento colonial inducen a muchas personas a suponer erróneamente que la democracia se originó en Europa, ya sea en la Antigua Grecia (que nos da la palabra democracia) o a través de la aparición de una tradición de derechos, desde la Petición de Derechos inglesa de 1628 hasta la Declaración Francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en 1789. Pero esto es en parte una fantasía retrospectiva de la Europa colonial, que se apropió de la Antigua Grecia para sí misma, ignorando sus fuertes conexiones con el norte de África y Oriente Medio, y utilizó su poder para someter a la inferioridad intelectual a grandes partes del mundo. Al hacerlo, la Europa colonial negó estas importantes contribuciones a la historia del cambio democrático. Las luchas de los pueblos – a menudo olvidadas – por establecer una dignidad básica frente a las jerarquías despreciables son tan autoras de la democracia como quienes preservaron sus aspiraciones en textos escritos que aún se celebran en nuestro tiempo». O más allá va el decolonial anti-imperialista puertorriqueño Ramón Grosfoguel, cuando acertadamente nos aleja del pensamiento difusionista eurocéntrico argumentando que Europa no es la poseedora exclusiva histórica en la lucha por los derechos humanos; en el caso de la Revolución Francesa, Grosfoguel viene a destacar, por ejemplo, el papel siempre ignorado de la lucha de liberación de los esclavos haitianos en el avance de los derechos humanos y del propio proceso revolucionario en Francia.
Y es que no podemos obviar que el gran objetivo de los EEUU y el motivo por el cual están subordinando de la manera tan brutal como lo están haciendo a los Estados de la UE, es no solo, como se suele comentar, castrar el desarrollo económico europeo – especialmente alemán – basado en el suministro barato de energéticos y minerales rusos, sino el reparto y recolonización de la Federación Rusa, dividiéndola en diferentes entidades como paso inevitable para hacer frente al desafío que supone la República Popular China. La secuencia que va desde la expansión de la OTAN faltando a las promesas hechas hacia el último presidente soviético Mijaíl Gorbachov, el progresivo auge del nacionalismo ucraniano anti-ruso de inspiración nazi y fascista, las protestas del Maidán, el consiguiente golpe de Estado, el rechazo del Donbass y la proclamación de las Repúblicas Populares dando lugar a un conflicto bélico con el Estado ucraniano, la anexión de Crimea, los acuerdos de Minsk y sus reiterados incumplimientos, el continuo flujo de armas occidentales a Ucrania durante estos años, etc. Todo ello forma parte de la misma película: el que el 24 de febrero de 2022 la Federación Rusa decidiera intervenir militarmente en Ucrania, por un lado, forma parte de una lógica de defensa y de resistencia y ruptura a un cerco y a una amenaza cuyo fin último es su desaparición como Estado soberano, y por otro, era algo más que previsto – y buscado – por los EEUU.
Quizá, apuntando a una simple hipótesis sin contrastar, el papel tan subordinado de las élites europeas – especialmente la alemana – esté motivado por la promesa de recibir una parte del pastel en ese objetivo de recolonizar la Federación Rusa.
El engreimiento del Occidente imperialista es tal que le impide no ya comprender, sino siquiera acercarse a la mirada del otro, del ruso, del serbio, del árabe, del musulmán, del chino, del africano o del latinoamericano, porque no hay ni puede haber más democracia y derechos tal y como el Occidente capitalista los concibe y los impone. Girar la perspectiva y comprender que desde el punto de vista ruso, de un país que se había propuesto desde la década del 2000 recuperar su soberanía, tomar el control de sus recursos y acabar con el caos político, social y económico de la década anterior, los acontecimientos que se han venido sucediendo en Ucrania desde 2014 – con el precedente de la «Revolución Naranja» de 2004/2005 – suponían una amenaza cierta a su seguridad nacional tampoco era tan complicado, pero cuando se crean estereotipos; es más, cuando todo lo que tiene que ver con Rusia es un estereotipo y una imagen grotesca secular fabricada por los medios de comunicación de los grandes capitales occidentales, todo ejercicio de análisis crítico queda censurado, en este caso, ridiculizado por la etiqueta de «pro-ruso». Para el punto de vista ruso, su Historia no se puede entender como Estado moderno sin la eterna amenaza que siempre ha acechado desde el Oeste.
Si al final de la Segunda Guerra Mundial los países descolonizados formalmente de Asia y África se debatieron entre dos modelos de independencia diferentes, esto es, el modelo occidental capitalista y el socialista de la URSS o de China, después de la caída de la URSS esa competencia desapareció, quedando solo el modelo capitalista en su variante neoliberal como único modelo de desarrollo posible; la cuestión era que esos países debían imitar el modelo del centro imperialista para salir del subdesarrollo y la marginación, si en otros momentos, durante la llamada Guerra Fría, el modelo capitalista a imitar era el de un fordismo industrial, ya para la década de 1990 el modelo era el de la terciarización, la financiarización especulativa, el turismo y la recepción de una industria que requería de poca tecnología y mucha mano de obra barata.
Precisar y, sobre todo, analizar en qué momento y por qué Occidente y sus valores emanados del capitalismo en su fase imperialista han dejado de ser un modelo válido para tantos y tantos países de África, Asia y América Latina para ser desplazados por China y Rusia sale del propósito del presente artículo, pero sí podemos presentar, aunque sea de forma esquemática, algunas motivaciones:
Evidentemente, el despegue económico de China y el resurgimiento ruso tras el desastre y la destrucción de la década de 1990 tras la implosión de la URSS han jugado un papel determinante. Fruto de las propias dinámicas que Occidente ha impuesto al resto del planeta, tanto China como Rusia – ambas por vías muy diferentes y hasta contradictorias – han conseguido moldearse como modelos de desarrollo dentro del marco capitalista pero alternativos a los de EEUU y la Unión Europea.
El que tanto Rusia como China hayan progresado en la impugnación, insistimos, dentro de marcos capitalistas, del poder de los EEUU y la UE, del poder del dólar, del FMI y del Banco Mundial, inevitablemente ejerce un poderoso atractivo para las masas oprimidas afro-asiáticas y latinoamericanas y para no pocos sectores de las élites de estos países, hasta hace poco obnubilados por Occidente y con tener una relación especial de vasallaje.
Obviamente, el reguero de intervenciones militares desde la caída de la URSS del imperialismo norteamericano, desde Irak hasta Siria, pasando por Libia, Afganistán o Yugoslavia, con el consiguiente caos, destrucción, inestabilidad política, etc., han servido de ejemplo palpable de que, para los EEUU y sus aliados, el caos y la destrucción son funcionales y consecuencias finales, y no simples consecuencias indeseadas de las intervenciones militares.
El propio hecho de que tanto Rusia como China no sean percibidos como poderes coloniales históricos juega su papel. Evidentemente, la Rusia zarista ejerció como un poder colonial en Asia Central y el Cáucaso que se vio liquidado por la Revolución Soviética y la constitución de las diferentes repúblicas soviéticas. Por otro lado, en la memoria colectiva de muchos países, muy especialmente en los africanos y en los árabes, queda aún en importantes sectores una percepción de la desaparecida Unión Soviética como un país amigo que prestaba su apoyo y ayuda sin pretensiones coloniales, que ve – entiendo – a la actual Rusia como heredera de aquella URSS, aunque esté lejos de serlo en realidad.
Para los pueblos de África, Asia y América Latina, el surgimiento de un poder económico como China y de un poder militar como Rusia, fuera de los centros imperialistas de dominación euro-atlánticos, es decir, fuera de los centros neurálgicos del colonialismo y del neocolonialismo – y en el caso de China, de un país que fue víctima de una especial humillación por los blancos europeos colonialistas – hace que en muchos países sean vistos con una especial admiración. En definitiva, para el llamado Tercer Mundo, por supuesto que China no es Occidente. Pero Rusia tampoco lo es.
Poco a poco, los pueblos del mundo van comprendiendo que la triada imperialista de la que hablaba el marxista egipcio Samir Amin es imprescindible para el desarrollo económico, es decir, que no hay que seguir sometiéndose a los dictados de un Occidente capitalista en decadencia, hipócrita, con una retórica vacía y hueca de libertades, democracia y derechos humanos. Occidente es cada día más prescindible.
Que en países tan diferentes como Mali, Perú o Haití se reclame por las masas populares una intervención rusa es algo más que anecdótico, aunque para Occidente todo responda a lo mismo: un complot del Kremlin (y de Beijing) para la dominación imperialista. Sin embargo, el desprecio por las vivencias de los pueblos es notorio; si la Junta Militar de Mali se ha acercado a Rusia y sus fuerzas armadas actúan con el grupo ruso PMC Wagner es porque Francia y su Operación Barkhane solo se preocupaban por defender los intereses de las multinacionales francesas, y no solo eso, sino que incluso Francia ha llegado a ser acusada por las autoridades malienses de armar a los propios grupos yihadistas a los que supuestamente combatía. En este sentido, también se han pronunciado las autoridades de Burkina Faso y la República Centroafricana, así como las masas populares en Níger y Chad, en numerosas manifestaciones populares en los últimos tiempos. Recordemos que el dominio neocolonial francés sobre la llamada Françafrique del Sahel es tal que estos países no disponen siquiera de una moneda soberana, estando todas sus decisiones económicas supeditadas al Banque de France en París.
Si en las protestas por la usurpación del poder por Dina Boluarte en Perú tras el golpe contra Pedro Castillo hemos visto banderas rusas o pancartas solicitando una intervención rusa, se debe fundamentalmente a que para importantes sectores del Pueblo Trabajador Peruano, Rusia representa la no injerencia y el respeto soberano frente una embajada norteamericana en Lima que ha estado en el alto mando de la planificación del golpe contra Castillo y de la consiguiente usurpación de Dina Boluarte, ahogando a su vez en un baño de sangre las protestas populares.
En definitiva, si en Haití nos encontramos banderas rusas en las diferentes manifestaciones populares, éstas no expresan más que el sincero hartazgo de un pueblo sometido al caos inducido por intervenciones extranjeras que no han hecho más que destruir no ya al Estado, sino a la propia sociedad haitiana con todas sus consecuencias.
Por supuesto, en esa ausencia de saber qué piensa el otro, el papel de Rusia y China es igualado al de EEUU o al de países de la Unión Europea, de ahí la consideración de la guerra en Ucrania como un «conflicto inter-imperialista», o que tanto Rusia pero, sobre todo, China, son partícipes en el saqueo y la superexplotación de África al mismo nivel, o peor incluso, que los EEUU o que los países europeos. Responder y refutar estas acusaciones nos llevaría a una reflexión que tendría que ocupar no ya un artículo sino un libro. De momento, nos quedamos en rechazarlas por no corresponderse con la realidad de los datos que nos arrojan la exportación capitales de los Estados ruso y chino; recordemos cómo Lenin incidía en sus estudios sobre el imperialismo en esta cuestión y su relación con la superexplotación de la clase obrera en los países que reciben esa exportación de capitales. Lo importante ahora mismo es, centrándonos en esa mirada del otro, lo poco que importan las opiniones de malienses, peruanos o haitianos, cuando no se ridiculizan en una clara muestra de la deleznable superioridad moral e intelectual de Occidente.
Ni que decir tiene que frente a algunas visiones que idealizan al extremo la multipolaridad y la nueva arquitectura global sin hegemonismo destacados en la que la Federación Rusa y la República Popular China vienen trabajando, no habría que abandonar el espíritu crítico marxista. Mientras el marco sea el de las relaciones capitalistas, el mundo, los pueblos y las masas trabajadoras no podrán descansar en paz; concebir un mundo exento de contradicciones y sin que no haya nadie que pretenda la hegemonía y la superexplotación del más débil es un idealismo burdo y barato e imposible de concebir en el marco capitalista. Pero de lo que no debemos tener ninguna duda es de la posibilidad inigualable que la multipolaridad y la nueva arquitectura global ofrecen a la lucha de los pueblos y los trabajadores por la liberación nacional, el socialismo y el comunismo. Por eso, la lucha por la multipolaridad es nuestra lucha, una lucha en la que los comunistas y revolucionarios se deben implicar para que realmente sirva a los intereses de los pueblos y la clase obrera.
Países periféricos o semiperiféricos, con una clara vocación histórica de elevar sus estatus a potencia, por diferentes y contradictorios motivos, como son los casos de India, Pakistán, Turquía o Arabia Saudí – e incluso hasta determinados sectores de la élite sionista israelí descontentos con EEUU y la Unión Europea – debería ser tenidos en cuenta y analizados críticamente, es decir, desde una perspectiva de clase fiel al anti-imperialismo leninista.
No hace mucho, el presidente sudafricano Cyril Ramaphosa culpaba a la OTAN del conflicto en Ucrania. Más recientemente, el Ministro de Exteriores de Uganda, Hajji Abubaker Jeje Odongo, afirmó en la pasada Cumbre de la Unión Africana: «Fuimos colonizados y perdonamos a quienes nos colonizaron. Ahora los colonizadores nos piden que seamos enemigos de Rusia, que nunca nos colonizó. ¿Es esto justo? Nosotros no vemos que lo sea». Europa, EEUU, Occidente – viven empachados en su supremacismo moral e intelectual, intoxicados por una propaganda de guerra infame que el ya nombrado Josep Borrell justificaba para defender la «libertad de expresión». Como ven, cinismo les sobra, pero un cinismo que les impide comprender que la hegemonía de la triada imperialista se cae, que el mundo está cambiando, y que Occidente es solo una parte de un mundo más amplio y diverso de lo que Netflix y HBO nos cuentan.