*Oleg Yasinsky / El Internacionalista
Si en la época del golpe fascista en Chile hubieran existido las tecnologías masivas modernas y los principales medios de comunicación occidentales hubieran controlado el espacio informativo mundial como lo hacen hoy, la mayoría de los habitantes del mundo estarían admirando en nuestros días a Augusto Pinochet, como el «héroe de Chile» que «liberó» a su «pequeño y orgulloso país» del «campo de concentración comunista de Allende».
Con asombro y horror veo hoy que muchos de mis antiguos amigos y conocidos en América Latina, personas honestas y sensibles, repostean con el entusiasmo de siempre, las burradas del Departamento de Estado sobre Navalny, citando al «mártir» y maldiciendo al «tirano». No quiero entrar en discusiones en un terreno donde ninguna discusión es posible, pues es evidente que no se hace para generar un debate inteligente sino para validar el «derecho» que todos tienen a «opinar» desde que se volvió estereotipo decir orgulloso «yo no sé nada de eso, pero yo opino que…» y tengo derecho a propagarlo.
Los medios de comunicación occidentales ya han formado una fila unificada con sus complementarios flancos de derecha y de izquierda donde, ya no digo la disidencia, sino simplemente cualquier actividad neuronal es punible como traición a la gran causa democrática.
En estos días se cumplieron los 10 años del Maidán, un evento que partió decenas de millones de vidas humanas no solo en un antes y un después, como todos los grandes cataclismos históricos, sino que llenó nuestros corazones con una neblina de preguntas que pocos todavía se atreven a despejar.
Hay hechos en mi memoria que son absolutamente incomprensibles. Un examigo pintor, judío y de izquierda, lúcido, talentoso y comprometido con lo humano, a medio año del inicio de los acontecimientos de Maidán, en su taller del centro de Kiev, me explicaba por qué nunca más iría con su pequeño hijo a las manifestaciones contra el Gobierno, por más justas que fueran las demandas.
«Porque entre los manifestantes hay muchos al lado de quienes no estaré nunca», explicaba. Los nazis. Seis meses después, él era el coordinador de la centena judía de voluntarios del Maidán, quienes directa o indirectamente estaban dirigidos por los grupos de choque ultranacionalistas que realizaban el Golpe de Estado, lo que la prensa democrática solía llamar «revolución de la dignidad».
Después del triunfo de ellos, ya a la distancia de miles de kilómetros, él me reprochó y me dijo que, al haber abandonado Ucrania, yo había perdido mi oportunidad de «ser parte de una revolución». Mi espontánea desatinada pregunta, de si se refería a una Revolución Popular Fascista, lo hizo borrarme inmediatamente del cuadro de sus relaciones. Antes del Maidán él me había regalado una pintura suya con una llama, deseándome que yo devolviera la llama a los lugares con vista a sus Andes. La llama no viajó a Chile, quedó abandonada en algún lugar de Kiev. Un día me gustaría recuperarla… No sé para qué.
Maidán es una palabra de origen turco. En ucraniano significa «plaza», y no cualquier plaza, solo las plazas centrales para eventos populares y solemnes, como las celebraciones y las ejecuciones.
Antes de que sucediera el Maidán, yo ingenuamente estaba convencido de que lo peor que le había podido pasar a Ucrania era la catástrofe de Chernóbyl.
El golpe de Maidán se convirtió en un punto de no retorno histórico. Hace diez años Ucrania no solo cambió su Gobierno y la orientación política, sino que dejó de ser un país.
Los bellos y vacíos eslóganes del Maidán rápidamente mutaron en metástasis de nazismo.
La luz negra de las hogueras en la plaza principal de Kiev iluminó por última vez a miles de rostros ingenuos de los hacedores de la historia, engañados antes de convertirlos en gotas de cera de vela y cráneos carbonizados.
La obstinada máquina del tiempo de la memoria me lleva cada noche, desde el tramo actual del túnel hasta aquel Kiev de aquel último invierno que estuve en el país de mi infancia. Al retroceder hasta allí, vuelvo a no saber qué cosa podría haber hecho ante el rápido cierre de las puertas del gigantesco establo humano en el que Ucrania ya se había convertido años o meses antes.
La victoria del Maidán es la mayor derrota en la historia de nuestra educación soviética y una clase magistral sobre las tecnologías modernas que diluyen el cerebro.
Hace diez años, en la calle Institútskaya, al lado del Maidán, aún no se habían cortado los árboles con las balas de los francotiradores clavadas en ellos. Las balas aún estaban calientes y los cuerpos todavía tibios.
Los primeros cien rehenes asesinados en el Maidán deberían haber sido para cientos de miles de sus compatriotas aún vivos una señal inequívoca de qué tipo de fuerzas estaban llegando al poder y con qué propósito. En lugar de eso, el emocionado rebaño humano, los rebeldes tan dóciles, corearon una bella canción funeraria tradicional, con ayuda de un fonograma pregrabado, antes del asesinato de un centenar de víctimas rituales entre los manifestantes («los cien celestiales» según el mito fundacional del nuevo infierno ucraniano) y se probaron las nuevas mortajas en forma de camisas bordadas, las que antes me gustaron tanto, pero que ahora no.
Hace 10 años en la plaza central de mi ciudad natal se dio el principal paso y el más decisivo hacia la amenaza actual de autodestrucción completa de la humanidad.
Es muy asombrosa la facilidad con que algunos «defensores de los derechos humanos» en Latinoamérica y el mundo hace 10 años dejaron de ver que detrás de la «revolución de la dignidad» en Ucrania estaban exactamente los mismos que hace poco más de 50 años derrotaron el Gobierno de Salvador Allende en un país a donde no volverá la llama que me regaló un pintor ucraniano, mi examigo.