*Hasel Paris Alvarez / La Haine
El alma rusa, a diferencia de la europea, ve en el nazi-fascismo una forma endurecida de dominación del capitalismo, de la burguesía y de la gran propiedad
Desde febrero de 2022 han sido borradas una parte de las informaciones digitales relativas al auge del ultra-nacionalismo en Ucrania. Otras han sido posteriormente modificadas en su título o contenido y, finalmente, otras añaden un aviso al inicio del texto, que suele ser algo del estilo: «nada de esto da la razón a Rusia ni valida las acusaciones de Putin». Y desde aquellas fechas hasta hoy, por supuesto, silencio mediático.
¿Por qué? Pues porque uno de los argumentos rusos para la guerra ha sido la «desnazificación de Ucrania». Es decir: retirar de circulación a las unidades armadas de inspiración ultra-nacionalista, erradicar de Ucrania la ideología del separatismo étnico y la rusofobia y acabar con la rehabilitación histórica de colaboracionistas con el nazismo, además de llevar a juicio a los elementos radicales que cometieron crímenes de odio y crímenes de guerra en los últimos años.
Los otros objetivos de Rusia han sido bien conocidos: la independencia del Dombás, el fin de la carrera armamentística ucraniana y su renuncia a ingresar en la OTAN. Bien conocidos y también bien comprensibles, estese o no de acuerdo con ellos. Sin embargo, la cuestión de la «desnazificación» se le atragantó a la opinión pública occidental. ¿Están diciendo los rusos que es nazi el pueblo ucraniano, que tantas víctimas sufrió en la II Guerra Mundial a manos fascistas? ¿Están diciendo los rusos que es nazi Zelensky, que es de ascendencia judía? ¡Qué disparate! ¡Están locos estos rusos, que dicen que los ucranianos son nazis, que son drogadictos, que son satanistas, y cualquier cosa que se le ocurra a la propaganda moscovita!
Se ha dicho que los rusos se habían (simplemente) inventado tal cuestión, igual que «se inventaban» acusaciones de que en Dombás se habían vivido episodios de genocidio y de persecución étnica y cultural de las minorías rusas, rusófonas o rusófilas. La narrativa occidental es que Putin estaba (ni más ni menos) intentando manipular la memoria histórica para deshumanizar al adversario y para estimular el inconsciente colectivo de los rusos, reavivando en ellos el recuerdo mítico del glorioso Ejército Rojo culminando la Gran Guerra Patriótica en los tejados del Reichstag de Berlín. Sería, vamos, un mero dispositivo propagandístico sin ninguna verdad detrás.
Y si alguien reconocía que detrás sí había cierta verdad, inmediatamente añadía que ello no justificaba las acciones rusas. Yo efectivamente considero que únicamente la ideología no es motivo suficiente para emprender la guerra contra ningún país. Pero quizás sí es motivo suficiente como para que los supuestos socios de ese país abran algunas investigaciones, aborden detenidamente ese problema con las consiguientes exigencias o, como mínimo, no blanqueen y armen hasta los dientes a sus elementos más radicales y problemáticos. Parece que es mucho pedir para un Occidente que viene de décadas de haber encumbrado a ultranacionalistas, mafiosos, contras y talibanes por el mundo entero. Lo que Hilary Clinton llamaba «los sectores más entusiastas y motivados de la población».
Para entendernos, no se trata de darle la razón a Rusia en sus objetivos para justificar la guerra, ni mucho menos. Pero de lo que sí se trata es de estar dispuestos a comprender la porción de verdad que pueda haber en sus posiciones, pues este es el único camino posible para entenderse entre partes y llevar a cabo las propuestas e iniciativas necesarias para la finalización del conflicto y una pacificación lo más pronta posible. Es por el lado europeo por el que más debería preocupar esta cuestión, pues se supone (si la OTAN gana la guerra) que Ucrania se integrará con mayor intensidad en el marco euro-atlántico, fusionando sus instituciones con las nuestras y abriendo el acceso de cualquier de sus integrantes a nuestro territorio.
El nazi-fascismo, visto desde Rusia
A pesar de tantas evidencias, a Occidente le cuesta ver que en Ucrania haya nada parecido a un hijo tardío del fascismo. Aquí nos imaginamos Ucrania como una promesa de democracia liberal, que simplemente quiere unirse al mercado común y celebrar Eurovisión. Lo que para la opinión pública rusa es una evidencia («los nazis de Ucrania»), para la opinión pública occidental es la evidencia contraria («¡en Ucrania no hay nazis!»). Esta divergencia tiene una explicación, más allá de la propaganda en un sentido o en otro a la que estamos sometidos los pueblos de Occidente por un lado y de Rusia por otro.
Se trata de las diferentes definiciones y experiencias del nazi-fascismo. La primera diferencia la hemos mencionado en el punto anterior. En Occidente recordamos (o fabricamos el recuerdo) del nazi-fascismo como una fuerza ajena a nosotros los buenos europeos, que vino de algún lugar inexplicable y se apoderó de nosotros, pero que fue rápidamente derrotada por los EEUU, con su guerra justa y libertadora.
En Rusia lo recuerdan de otra forma. Lo recuerdan como el último gran intento de los países de la Europa Occidental por aplastar a Rusia. Los nazis alemanes, tras los napoleónicos franceses, los imperialistas polaco-lituanos o los imperialistas suecos. Una guerra de agresión que se repite en sucesivas oleadas desde hace tantos siglos, quizás desde tiempo de las órdenes de caballería de los teutones. Por ello en Rusia recuerdan el nazi-fascismo como algo intrínsecamente occidental, algo que tuvieron que derrotar ellos (los rusos, los soviéticos más bien) con un precio de sangre mayor que el de nadie, algo que hoy en día se reencarna en EEUU y su intento de expandir la OTAN directamente hacia el corazón de Rusia.
Se recuerda también el nazi-fascismo como un fenómeno que cautivó a varios pueblos soviéticos enfrentándolos entre sí, como un canto de sirena que les alejaba de Rusia y les hacía tontos útiles de Occidente, víctimas sacrificiales de (antaño) Berlín y de (hoy) Bruselas y Washington. Lo más doloroso de la memoria rusa del nazi-fascismo no son los alemanes avanzando hacia Moscú, sino las columnas de colaboracionistas de origen finlandés, cosaco, bielorruso… y especialmente ucraniano.
Los nacionalistas ucranianos concibieron en los años 40, de la mano del Reich de Hitler, un sueño de ser una nación independiente de Rusia, no solamente independiente sino mortalmente enfrentada a Rusia. Esto es lo que los rusos ven en Ucrania desde finales del siglo XX. Un nacionalismo que quiere cortar agresivamente los lazos que siempre ha tenido con Rusia. Y no solamente lo ven los rusos, de hecho. En agosto de 1991, poco antes del desmembramiento de la URSS, Bush padre dio un discurso advirtiendo contra este nacionalismo independentista ucraniano, al que calificó de «un despotismo local» de Kiev aún peor que la «tiranía lejana» de Moscú. Añadió: «un nacionalismo suicida basado en el odio étnico». Hoy habrían tachado las palabras de Bush padre de propaganda prorrusa.
Por aquí asoma el siguiente elemento de diferencia en las definiciones. En Occidente concebimos el nazi-fascismo como una fuerza imperialista, un gran poder que quería poner toda Europa Occidental bajo su mando. La experiencia de Europa Oriental fue distinta: el plan fue escindir, dividir, balcanizar países y regiones. No unificar grandes espacios, sino fragmentarlos. Esto se debe a que, como escribía Lenin, las naciones de Europa Occidental llevan siglos consolidadas como estados, pero en Europa Oriental las fronteras nacionales han fluctuado mucho más (y aún lo siguen haciendo) formando estados con una inmensa pluralidad étnica dentro de sí. Y como el nazi-fascismo predica ideas de que cada grupo étnico ha de tener un estado propio, la traducción a Europa Oriental no podía traer más que rupturas, guerras civiles y deportaciones masivas de población.
Rusia luchaba (y lucha) por un «mundo ruso» donde quepan diferentes grupos étnicos y diferentes confesiones religiosas. La actual Ucrania, sin embargo, como el nazi-fascismo de entonces, propone un estado mono-cultural y mono-étnico, donde la mayor parte de cargos son ocupados por ucranianos occidentales, donde no hay lugar para la religión ortodoxa rusa, o donde no hay protección para ninguna lengua minoritaria que no sea la ucraniana.
En este lado del continente, si nos preguntas por el nazi-fascismo, diremos que era sobre todo una fuerza anti-liberal, contraria a la democracia, enemiga del parlamentarismo. En el lado ruso, sin embargo, se sabe que era principalmente una fuerza virulentamente anti-marxista, anti-comunista. Este anti-sovietismo es el mismo espíritu que animó el nacimiento de la OTAN, y que en los últimos años ha recorrido Ucrania en un proceso de «des-comunización» que ha llevado a la destrucción de centenares de piezas de patrimonio soviético, desde estatuas de Lenin hasta obras conmemorativas del Ejército Rojo, en el que combatieron cientos de miles de ucranianos.
Tras este anti-comunismo se esconde, simple y llanamente, el odio a Rusia y su Historia. La rusofobia es la última gran divergencia. Si preguntan a yankis y europeos, el nazi-fascismo era, por encima de todas las cosas, anti-semita. Su odio étnico iba dirigido a los judíos. Los soviéticos lo vivieron de otra forma. El nazi-fascismo se llevó por delante unos cuantos millones más de ellos que de judíos. Para ellos, el elemento de odio étnico verdaderamente definitorio del nazi-fascismo habría sido la eslavofobia (el odio a los pueblos eslavos) y concretamente la rusofobia. Este sentimiento es, insistimos, lo que late desde hace años en el proyecto ultra-nacionalista que ha secuestrado Ucrania entera. Es lo que los lleva no solamente a destruir estatuas de Lenin, sino del poeta Pushkin.
Algún lobby sionista de la órbita anglo-americana, como la Liga Anti Difamación (ADL), ha dicho que fuerzas como Azov ya no pueden ser tipificadas como neo-nazis, porque no practican el anti-semitismo. Eso en ningún caso es, a ojos rusos, excluyente para conceder la condición de neo-nazis. Lo afirma el mencionado Sergei Markov al decir… «que los nazis ucranianos no tengan metas anti-semitas no les hace menos nazis; canalizan su chovinismo y su xenofobia hacia la rusofobia».
Y finalmente: la diferencia de percepciones que puede ser la mayor de todas. Nuestra Unión Europea dedica un día anual a condenar en conjunto y por igual «el nazismo y el comunismo», entendidos ambos como fuerzas colectivistas y populistas, enemigas de la propiedad y libertad personales. El alma rusa tiene una visión muy distinta. Ve en el nazi-fascismo (ya desde los tiempos de la filosofía política marxista, como hemos mencionado previamente) una forma endurecida de dominación del capitalismo, de la burguesía y de la gran propiedad, pese a algún tic socializante.
No ve un parentesco del nazi-fascismo con el comunismo, sino con el liberalismo. Y tampoco comparte la tesis occidental de que el nazi-fascismo comenzó su andanza criminal a partir del tratado Molotov-Ribbentrop entre nazis y soviéticos, sino que tal tratado fue una maniobra frente a los pactos previos del nazi-fascismo con las potencias capitalistas (franceses, ingleses…).
Es más, ni los italianos ni los germanos son, al entender de Moscú, el pueblo creador del nazi-fascismo, sino que lo son los anglosajones. Los anglosajones hacen irrumpir en la Historia el colonialismo exterminista, los campos de concentración, la eugenesia y el racismo biológico, la guerra relámpago y la modernidad industrial. Y esos mismos anglo-norteamericanos son hoy los padres de la OTAN, los secuestradores de Ucrania y los que quieren imponer a nivel mundial una Modernidad basada en la hegemonía capitalista y el unipolarismo yanki. Y frente a todo ello se afirma el sentir nacional ruso. Sin hacer el esfuerzo de entender nada de esto, no habrá solución a la guerra de Ucrania, ni a los conflictos de este siglo en el espacio eurasiático.