Donetsk, el infierno en la Tierra

Petrovsky es uno de los barrios de Donetsk más cercanos a la línea del frente. No hay un solo día en el que no se registren bombardeos en esta parte de la ciudad. La población y las autoridades acusan a las fuerzas ucranianas de atacar objetivos civiles.
Bruno Amaral de Carvalho en Naiz.eus

Consecuencias de los bombardeos del Ejército ucraniano contra la ciudad rebelde de Donetsk. (Bruno AMARAL DE CARVALHO)

Lo tiene todo para ser un aficionado al tuning. Este zar del asfalto, que arrasa con todo a su paso, superando baches, coches, motos, tanques, perros y ancianas, se llama Stas, abreviatura de Stanislav. La guerra interrumpió sus estudios como piloto de la marina mercante en Mariupol y ahora convierte el volante en un timón para guiar a los periodistas a los lugares más calientes de la mayor ciudad del Donbass.

Nos dirigimos a Petrovsky, uno de los barrios más cercanos a la línea del frente. Tan peligroso que los poderosos bafles de Stas no pueden amortiguar el sonido de las explosiones. Tan peligroso que no hubo ni un momento en el que alguna casa no fuese golpeada desde que comenzó la guerra.

Cementerio de edificio

Petrovsky es un cementerio de edificios destruidos. Es festivo y no hay un alma en las calles. Al doblar una rotonda, vemos un coche con el capó abierto y una pareja que intenta poner en marcha el vehículo. Estamos a menos de cuatro kilómetros de las posiciones ucranianas. «Qué lugar más infernal para quedarse estancado», pienso.

Nos dirigimos a una escuela que ha sido alcanzada por un cohete en la zona más cercana al frente. No me bastan los dedos de las manos para contar el número de centros educativos golpeados por la artillería ucraniana que he visitado desde marzo. Hace unas semanas, Denis Pushilin, presidente de la República Popular de Donetsk, reconocida hasta ahora solo por Rusia y algunos países aliados, anunció que, a diferencia de la mayor parte de la región, las escuelas de Donetsk no abrirían el primer día de septiembre.

Estamos en un barrio de típicas casas bajas con patio trasero a solamente dos kilómetros de las fuerzas ucranianas. A pesar de las explosiones, como sonido de fondo, le pido a Stas que pare el coche y deje el motor en marcha. «Parece que hoy va a llover», le digo. En los primeros meses de la guerra, cuando oíamos bombas eso era lo que decíamos en broma para amortiguar nuestro miedo. Al otro lado de la calle, un edificio está en llamas. Me ajusto el chaleco antibalas, cruzo la calle e intento averiguar qué ha pasado. Tal vez alguien esté herido.

Hay una parte de la pared que se derrumba mientras escucho el sonido de la madera crujiendo. El suelo está tan caliente que, a pesar de mis zapatos, siento el calor en los pies. Busco en todas partes. No hay nadie allí. Al cabo de un rato, veo a un joven en una calle sin asfaltar. Nos miramos desconcertados. Él porque soy extranjero, yo porque lo veo con una cerveza en la mano como si estuviera dando un paseo vespertino por una ciudad tranquila. Le sigo.

Más adelante, veo una docena de personas frente a algunas de estas casas de una sola planta. Cuando se dan cuenta de que soy periodista extranjero acusan a Europa de ser responsable de los proyectiles que caen sobre los civiles en Donetsk. Un hombre coge trozos de uno de ellos y dice que pertenecen a la OTAN. «¿Cuándo van a echar a los ucranianos de aquí, joder?», estalla con rabia Natalia Alexandrovna. Está molesta. También con las autoridades locales.

Desde 2014 son objeto de ataques, pero a partir de febrero la situación empeoró. Partes de su casa están destruidas. Entra por la puerta y al cabo de unos segundos vuelve con dos sujetadores destrozados. «Ni siquiera me dejaron esto. No tengo nada», se lamenta. Con lágrimas, más de rabia que de tristeza, se impacienta ante los débiles avances de las tropas rusas y de la milicia local. Son muchos años viviendo cerca de la línea del frente.

Población cansada de la guerra

Si para muchos prorrusos la entrada de Rusia, en febrero, en la guerra fue vista con esperanza, el cansancio empieza a apoderarse de mucha gente que exige más celeridad en Donetsk. El día anterior había estado en otra parte del barrio, donde Iuri Vladimirovich, de 69 años de edad, me mostró un cráter en el techo de su salón que me permitió ver la vivienda de su vecino de arriba. El cohete que impactó en ese edificio era militar, pero las personas que vivían allí eran civiles. Ese día, este anciano no estaba en casa. Pero sí su hijo, un amigo y sus nietos, quienes afortunadamente sobrevivieron.

Durante esa mañana, había visitado otro edificio de una sola planta en la calle Rubén Ruiz Ibarruri [hijo de Dolores Ibarruri, “La Pasionaria”, muerto en la batalla de Stalingrado]. En el portal, dos perros ladraban sin parar. Acababan de ver a su dueño morir bajo la metralla de un proyectil de mortero. En mitad del patio, el cuerpo de Vyacheslav Gerasimov se encontraba tendido con una regadera destruida a su lado. Estaría regando sus plantas cuando todo ocurrió. Los vecinos señalaron con el dedo a la parte ucraniana y repitieron lo que todo el mundo dice: «Llevan ocho años bombardeándonos. No hay manera de que esto termine». Vyacheslav Gerasimov es uno de los 369 civiles muertos desde febrero solo en la región de Donetsk controlada por los prorrusos.

A los bombardeos se suma el problema de la falta de abastecimiento de agua. En los primeros meses, casi toda la ciudad tenía agua algunas horas al día. Ahora hay agua solo algunos días a la semana. Se debe puntualizar que, en las casas, el agua de las tuberías no se usa para beber o cocinar. Pero sí para ducharse, lavar la ropa y limpiar la casa, y es muy común ver gente con botellas de plástico en la mano buscando donde encontrar agua. Hace días, había personas llenando botellas en el contaminado río Kalmius.

Las autoridades acusan a las fuerzas ucranianas de disparar en contra de la estación de agua.

Hospitales colapsados

No muy lejos de Petrovsky, me asomo al Hospital nº21, en Oktobyarsky. Quiero entrevistar al director porque el edificio había sido atacado el fin de semana anterior. Las ventanas quedaron destruidas y dos enfermeras resultaron heridas. De nuevo, una trabajadora del dentro hospitalario apunta con el dedo a la parte ucraniana e insiste en que ya habían sido atacados varias veces. Pregunto si no podrían haber sido los mismos rusos. Con su mirada de rabia, me dice: «Piense con su cabeza».

Mientras espero al funcionario del hospital, llega un coche a gran velocidad con un hombre con las piernas tachonadas de metralla. Hay un gran charco de sangre en el suelo y lo cargan en una camilla. Indiferentes ante mi presencia, me dejan observar todo el proceso. Cortan sus pantalones con unas tijeras. Sus genitales estan destrozados y las piernas llenas de agujeros. Este mecánico de coches estaba trabajando cuando el taller fue alcanzado por los proyectiles. Las miradas son, una vez más, de indignación cuando pregunto si no habrán sido los rusos.

Hace semanas, varios pacientes ingresados en el Hospital de Traumatología de Donetsk por pisar minas PFM-1 se negaron a ser entrevistados por un periodista de un país de la OTAN. Solo Liudmila Foshneva, de 70 años, acepta hablar de ese día en el que pisó esa mina en su huerta en el barrio de Kuybyshevsky. Sin una pierna y tumbada en una camilla, responsabiliza a las fuerzas ucranianas. «Fueron los ucranianos. Es Ucrania la que hace todo esto. Ellos hacen la guerra contra mujeres y niños. ¿Es esto normal? Son unos monstruos», denuncia.

Hasta el momento, un civil ha fallecido y al menos 66 han resultado heridos a consecuencia de este tipo de mina, que tiene el tamaño de una mano y pesa aproximadamente un kilo. Los efectos de estos «pétalos», como les llaman aquí, son devastadores y el director asistente de este hospital, Vadim Onopriyenko explica por qué: «Es una mina de presión. Fue creada por los ingenieros no para matar a una persona, sino para mutilarla. Por regla general, un encuentro con este objeto explosivo termina con la pérdida del pie. Pero esta mina es aún más peligrosa porque todas las piedras, la suciedad y también la tierra actúan como agentes traumáticos secundarios. Evidentemente, todas estas heridas acaban llenas de complicaciones». Y, según este médico, en el 85%-90% de los casos se producen complicaciones.

Después de dejar a la familia de Natalia, me dirijo finalmente a la escuela primaria que quería visitar. Cada vez veo más gente en las calles, mirando los escombros provocados por el bombardeo. Frente a la escuela, varias trabajadoras lloran. Un cohete atravesó la pared y abrió un cráter. La mayoría de las ventanas han sido destruidas. Algunas están decoradas con golondrinas de papel.

Cuando vuelvo, Stas está apoyado en el coche: «Jodieron todo esto. ¿Nos vamos antes de que vuelva a llover?».