Jose Mari Esparza Zabalegi / NAIZ (naiz.eus)
Tendría yo diez años cuando una tarde de bochorno miraba desde el balcón de mi casa al enorme caballo negro del señor Baztán, atado a un olmo. De pronto, la mueta de Echecón, que apenas había hecho la primera comunión, se le acercó por detrás con un sarmiento y comenzó a hurgarle el culo. Incómodo, el percherón se revolvía entre el ramal y el sarmiento, caracoleaba, relinchaba y sacudía la cola, mientras la mueta seguía zirikeando, ajena a las demandas del caballo. Al final, lo previsto: el animal alzó una pata y la mueta de Echecón rodó varios metros, la frente cruzada con un costurón eterno. La comunidad internacional, digo vecinal, condenó la agresión y arremetió contra el animal a zurriagazos y sanciones alimentarias. Nadie preguntó entonces mi opinión, pero cuando me cruzo con la hija de Echecón todavía le recuerdo lo merecida que tenía la coz.
Ya sé que resulta frívolo hacer estas comparanzas en los pródromos de un caos nuclear, pero se han dicho ya tantas tonterías y mentiras que uno ya no sabe por dónde entrarle al tema. ¿Debo empezar confesando las pocas simpatías que tengo por el caballo-Putin? Imposible olvidar lo que hizo con Chechenia, o los 170 muertos gaseados en 2002 en el teatro de Moscú, en aquella masacre que, por cierto, tuvo el aplauso de Javier Solana, el sanguinario antecesor de Borrell.
Toda la información sobre la guerra que nos hacen tragar con embudo es un insulto a la inteligencia. Los «demócratas» nos han cerrado casi todas las posibilidades de contrastar noticias, pero basta seguir con atención sus propios medios de comunicación para descubrir sus disparates. Las cifras bailan al capricho del locutor o plumilla de turno: en el «genocidio» de Bucha algunos loros hablaron inicialmente de miles de muertos, aunque a la hora de escribir se cuidan más: en internet oscila entre los 50 muertos que da la ONU a los 400 de otras fuentes. Gráficamente se concreta en 7 muertos en una calle, siete, que multiplican a base de repetir las imágenes. ¿Y lo de Mariúpol? El mismo día que un famoso periodista vizcaíno descubría, como si la hubiera visto, una fosa común de 9.000 civiles (e insultaba de forma soez a quienes lo dudaran) en EITB daban las cifras de la ONU hablando de un total 1.500 civiles muertos en todo el país. Lo dicho: nos toman el pelo.
Todas las guerras tienen víctimas civiles, pero hasta ahora (toquemos madera) no es comparable lo de Ucrania con los bombardeos de Gernika, Dresde o Vietnam. Ni con Irak. Ni con Libia o Yemen. A día de hoy y con datos de la nada imparcial ONU, 3.500 civiles han muerto en Ucrania. Una tragedia sin duda, pero nada similar a los cerca de 200.000 que causaron las guerras de Yugoeslavia, con el español Solana al frente de la OTAN, bombardeando ciudades abiertas como Belgrado. Comparados con los yanquis y los sionistas, los rusos parecen hasta mesurados.
Dirigido por la OTAN, Zelensky lleva años dedicado, como la mueta de Echecón, a meter sarmientos en el trasero ruso. Su régimen parte de un golpe de Estado auspiciado por EEUU; integró unidades nazis en su Ejército; ilegalizó 14 partidos; quemó vivos a 48 sindicalistas; prohibió la lengua rusa; se saltó los acuerdos de Minsk produciendo 14.000 muertos en el Donbass de habla y cultura rusa… Ucrania comenzó la guerra mucho antes de la intervención rusa, con el silencio hipócrita de Occidente. No contento con eso, Zelensky pedía la integración en la OTAN para poner más misiles apuntando al caballo ruso. ¿Y ahora que le han dado una patada en la frente se pone a lloriquear? La Historia dirá si la coz rusa ha sido proporcionada o, más importante aún, si no causa más males de los que pretendía evitar. Pero Zelensky es el títere provocador, mamporrero del Tío Sam, que ha metido a su país en un berenjenal del que nadie sabe cómo saldremos. No nos extrañe que algún día su propio pueblo le pida cuentas y lo cuelguen como un Mussolini cualquiera.
Que marionetas así reciban el apoyo de casi todos los medios de comunicación es un indicador del mundo abyecto en que vivimos. Que en Euskal Herria, el país europeo que con más rotundidad votó NO a la Alianza Atlántica, haya tantos políticos que le aplaudan, siquiera por «cortesía parlamentaria», es preocupante y descorazonador.
Son las noticias que nos llegan de la parte rusa las que tienen algo de coherencia. No es solo Putin: ya Gorbachov y Yeltsin advirtieron que no se estaban cumpliendo las promesas que les hicieron en 1991 de no expandirse hacia el Este, ni rodear Rusia de misiles. Desde entonces, 14 nuevos países se han integrando en la OTAN. Su objetivo: abortar un futuro multipolar mediante la destrucción de Rusia y China. Sorprende que después de todas las guerras y matanzas que hemos contemplado en este medio siglo, todavía la socialdemocracia europea siga a EEUU en su aventura criminal. Conscientes de su decadencia, los gringos mismos, en el informe National Defense Strategy, de 2018, fijaban en el progreso de China y Rusia la mayor amenaza para seguir manteniendo su matonismo planetario. La presión a China desde Asia y las provocaciones a Rusia en Europa, forman parte de esa pinza geoestratégica. Lo demás es pura propaganda.
«Ante esa fuerza motriz –nos dice Heinz Dieterich– los políticos y presidentes burgueses (llámense socialdemócratas liberales, conservadores, socialistas, verdes) son simples bufones de los mercaderes de la muerte. Empleados de marketing para encubrir el mortífero negocio de sus amos con la demagogia de la democracia, derechos humanos y demás narrativas fraudulentas».
Es evidente que para la Humanidad se bifurca su destino: si el vencedor es Rusia será posible un mundo multipolar, ergo, más equilibrado. Se reconocerá la independencia que por abrumadora mayoría demanda el Donbass (¿qué demócrata puede negar ese derecho?) y Ucrania podrá seguir siendo independiente, eso sí, sin incordiar con sarmientos a su ya acorralado vecino. De lo contrario, augura Dieterich, sobrevendrá la noche nuclear. Así que, de los males, el menor.
Pese a todo, yo no creo que vayamos a esa guerra nuclear, por dos razones que leí a Noam Chomsky: una, porque ante ese tipo de guerra las élites capitalistas por vez primera se sienten vulnerables y ven peligrar su propio pellejo. La otra razón, decía Chomsky, «es porque lo digo yo. Si me equivoco, no va a quedar nadie para echármelo en cara».