Marina Gonzalez de Apodaka nació en Bilbao, creció en la ex URSS y hoy vive en Villa Elisa. Marina fue una de los 35 mil niños que fueron evacuados durante la Guerra Civil, para preservarlos de la violencia. A través de charlas con ella, Rodolfo Luna Almeida recuperó esa memoria singular y escribió un libro que fue editado por Planeta. En esta nota cuenta esa experiencia.
Cuando yo nací, hace 63 años, la Segunda Guerra Mundial aún estaba tibia. A City Bell, el pueblo de mi infancia, habían llegado tanos, gallegos, algún alemán, una familia francesa, un checoslovaco. Buscaban refugio de las bombas y las hambrunas bajo el sol generoso de este sur.
La guerra estaba presente en los juegos, en los soldaditos de plomo, en las historietas de Hora Cero y Frontera, en las películas continuadas del cine del barrio, más tarde en las series de la tele. Aquellos vecinos, que la habían vivido, eran fuente de información directa. Sentado bajo la parra del patio de los Marino, mientras Enzo me cortaba el pelo y Antonio remendaba zapatos, paraba la oreja para escuchar cualquier relato que pudiera escapárseles. Pero no. Nadie quería hablar, nadie quería recordar.
La efervescencia revolucionaria de los setenta acrecentó mi imaginario con los relatos de las Brigadas Internacionales de la Guerra Civil Española. Irma Zucchi, inolvidable profesora de Bellas Artes, transformó mi curiosidad infantil en pasión por la historia y en la determinación de incidir en ella. Leía todo lo que podía sobre el cataclismo bélico que asoló Europa y el mundo en la mitad del siglo pasado. Pero seguía sin encontrar a ningún exiliado que hablase demasiado sobre la vida que habían dejado atrás.
Conocí a Marina hace un tiempo. Es la madre de una amiga que gané cuando volví al pueblo de mi niñez, después de casi 30 años en Buenos Aires. Bueno, a Villa Elisa, el pueblo de al lado. Marina sí quiere recordar, necesita contar. La guerra en su relato asume carnadura humana. La historia de su vida es cruel y dolorosa, pero a la vez profundamente esperanzadora. No es posible escucharle una gota de melancolía, ni de autocompasión, ni de heroicidad, ni de épica. Es lo que le tocó vivir y con eso vive, sin pretender olvidarlo.
Marina es una de los 35.000 niños que la República española evacuó en plena guerra civil, para resguardar su futuro. En España se los conoce como los «Niños de la guerra». Varios de ellos viven todavía en Buenos Aires.
Cada encuentro en la casa de mi amiga se formaba un coro alrededor del relato de Marina y, al final, siempre quedábamos los dos. Ella, recordando y yo, puro oídos. En su relato veo, escucho, huelo, palpo, siento. Cuenta todo en presente, con un registro tan completo de sensaciones que es imposible no estar allí junto a ella.
Correr con ella al refugio antiaéreo de Bilbao, de la mano de su padre, la sirena aturdiendo el miedo. Subir con ella la planchada del Habana, el gigantesco navío en el que embarcó en el puerto de Santurce, el 13 de junio de 1937, rumbo a la Unión Soviética. Llorar con ella todos los llantos de sus diez años, aferrado también a su maleta y a la baranda del barco mientras su infancia se empequeñece en la popa y el mar se oscurece en incertidumbre. Respirar con ella la bienvenida luminosa en Leningrado. Reconfortarme con ella los cuatro años transcurridos en la Colonia de Niños Españoles de Odessa. Arrojarme con ella a las trincheras de una guerra que los alcanza cuando la Alemania nazi invade la URSS. Viajar en vagones de carga por la estepa helada para huir de las bombas. Entrar con ella en la fábrica de aviones de Sarátov. Padecer las penurias de la posguerra en Moscú. El frío. El hambre, el hambre, el hambre. Esperar las cartas de una familia que no sabe si aún vive, las cartas que nunca llegan. Ansiar el regreso durante interminables 20 años.
Supe desde el primer momento que esta historia debía ser contada. Cuando se me dio por atreverme a la palabra me embarqué en este maravilloso viaje. Porque si Marinka, una rusa niña vasca –mi primera novela– cuenta el largo viaje de Marina hacia el abrazo, también es mi propio viaje hacia la palabra. Oficio que heredé de mi madre poeta, Miruh Almeida, con cuya prosa poética me identifico. Son suyos los versos inéditos que encabezan cada una de las tres partes en que se divide el libro, tituladas con los nombres de la protagonista. Chatilla, como la llamaban en Bilbao; Marinka, como la bautizaron en Rusia; Marina, como la llamamos hoy.
Las publicaciones, películas e investigaciones sobre los «Niños de la guerra» sirvieron para documentarme y completar con otras voces el relato de Marina. Además de las cartas, dibujos, fotos y artículos periodísticos a los que pude acceder, Marina conserva un verdadero tesoro. Tres álbumes de fotos de toda su vida en Rusia. Ejemplares del Pravda, con su foto en la portada cuando fue elegida la Mejor Tornera de la Unión Soviética. Y una joya que atravesó dos guerras y cinco mares: la tarjeta hexagonal del cartón de embarque y el alfiler de gancho que la prendía de su tapadito, cuando subió al Habana en el puerto de Santurtzi, hace exactamente 80 años. La misma que acompaña en la portada del libro la primera foto que le tomaron en Leningrado, con su uniforme de pionera.
La historia de Marina, del exilio infantil, de la guerra, no es pasado. Las Marinka de hoy se llaman Mohamed y cruzan el Mediterráneo como pueden, buscando el refugio de una Europa que les vuelve la espalda. Entre otros.