«Si el ascenso de Zelenski augura algo, es la prolongación de una extraña –y derechista– alianza entre el antisemitismo y los sectores proisraelíes, cuyo mejor representante es Ihor Kolomoiskyi, un oligarca ucraniano-israelí –con quien Zelenski tiene una cercana y poco clara relación–, capaz de financiar simultáneamente a un colosal centro de cultura judía y al Batallón Azov, un agrupamiento militar abiertamente neonazi.»
Para no antagonizar al país, el nuevo presidente se lavará más bien las manos. Su figura sanitizará su imagen, pero sin tocar la historia algo así es impensable (su posición respecto a Bandera, un colaborador nazi y el máximo héroe nacional, fue aquí reveladora).
A la pregunta –como quieren otros, apuntando a sus raíces judías ()– que si su triunfo es el fin del antisemitismo en Ucrania, la respuesta es tampoco.
Del mismo modo que su identidad fue un no-asunto en la campaña, ahora tampoco tendrá un efecto ni acabará con la institucionalizada veneración de los coparticipantes nacionalistas en el holocausto (V. Groysman, el hoy primer ministro, otro político con este tipo de raíces –ya se ha levantado este tema– apoyó la ley que rehabilitó a aquellos héroes).
Si su ascenso augura algo, es la prolongación de una extraña –y derechista– alianza entre el antisemitismo y los sectores proisraelíes, cuyo mejor representante es Ihor Kolomoiskyi, un oligarca ucraniano-israelí –con quien Zelenski tiene una cercana y poco clara relación–, capaz de financiar simultáneamente a un colosal centro de cultura judía y al Batallón Azov, un agrupamiento militar abiertamente neonazi.
2. Nunca nada bueno salió de abrazar las identidades en aquellas partes. Ucrania, y Galitzia en particular, son una gran fosa común porque los sueños de la uniformidad cultural de unos acababan en pesadillas y en limpiezas étnicas y genocidios de otros.
El hecho de que –haciendo un poco de memoria histórica– el sionismo asimiló los patrones nacionalistas mitteleuropeos –de los cuales los judíos han sido consideradas las principales víctimas– ayuda a explicar sus encuentros actuales con la extrema derecha mundial (Trump, Orban, et al.) en el common ground del etnonacionalismo.
Como subraya Shlomo Sand, el sionismo al combinar los criterios etnorreligiosos del nacionalismo polaco –propios también del nacionalismo ucraniano– y los entobiológicos del nacionalismo alemán –¡vaya fusión tóxica!–, internalizó el mismo tipo de negación (https://lahaine.org/kI2).
–“¿‘Ucrania’? ¡No existe tal cosa!”, decía Paweł Hertz, un destacado escritor y traductor polaco, reflejando la mentalidad colonial de buena parte de la inteligencia polaca que siempre veía a los ucranianos con inferioridad.
Curiosamente la muy propagada –hasta hoy– en los mismos círculos –Giedroyć et al.– idea de la “Ucrania independiente como ‘un colchón’ frente a Rusia” era sólo una versión del mismo desdeño y negativa de ver a los ucranianos como sujetos.
–“¡No hay tal cosa como ‘palestinos’!”, decía la premier Golda Meir, nacida, de hecho, en Kiev.
Vladimir Jabotinsky, el principal ideólogo de la derecha israelí, cuya noción del Muro de Acero –“relacionarse con los ‘nativos’ desde una posición de fuerza”– permeó el pensamiento en Israel, también venía de Ucrania.
3. Entiendo perfectamente –hasta cierto punto– a Anshel Pfeffer (véase: parte I). Excitado por el triunfo de Zelenski y listo para abrazar su nueva identidad ucraniana, estando últimamente menos y menos seguro de sus raíces polacas, apuntó que al final “ya no quería su ‘polonidad’”.
Yo tampoco quiero la mía.
Por muchas razones. Los recientes brotes del antisemitismo en Polonia –uno de los motivos que cita– inducidos por la derecha gobernante también son una. Lo mismo aplica a la instrumental demonización de los ucranianos.
Lo que no entiendo “–¿cui bono?–“ es el afán de cambiar una identidad tóxica (polaca), por otra (ucraniana).
Si hay que hacer algo, ¿por qué no seguir a Shlomo Sand?
Yendo en dirección contraria, mediante un bien aterrizado ejercicio intelectual, este reconocido historiador israelí se propuso dejar una identidad que sintió tóxica junto con el tribalismo adscrito a ella (Como dejé de ser judío, 2010).
Un día me veo escribiendo Como dejé de ser polaco –algo que igual le pudiera gustar a Sand, hijo de judíos-polacos sobrevivientes del holocausto, que en el mismo libro enfatiza sus vínculos con la cultura de Mickiewicz o Tuwim– aunque temo que algo así ya hizo Gombrowicz (Transatlántico, 1953).
4. Como bien remarcó irónicamente otro periodista telaviveño, “los únicos capaces de excitarse con el triunfo de Zelenski en este sentido –identitario– son probablemente los periodistas judíos”.
Y tal vez –permítanme agregar algo– un cierto periodista polaco con raíces en Ucrania y determinado a ir más allá de las identidades.
Al final, dado que el mismo Zelenski no le da importancia a esta parte de sus raíces, es miembro de la Iglesia ortodoxa e incluso se rehúye a discutir el tema, si por algo destaca –más allá de servir como una cara amable de alianzas impresentables– es por su “identidad ‘trans’”, por encima de la eterna bipolaridad de Ucrania (este-oeste) y a contrapelo de los sueños de muchos políticos e intelectuales europeos de tener “‘un colchón’ monolingüe del Occidente frente a Rusia”.
No obstante también aquí –como en el tema histórico– su postura es ambigua, incluso inclinada a no tocar la vieja política de la ucranización.