“La Perestroika regaló la soberanía de la URSS por la promesa de gozar del bienestar de los países occidentales más avanzados. Los cantos de sirena la desintegraron y aparecieron quince nuevas repúblicas y Rusia, la más grande y poderosa, soportó una presión sin límites que la pretendía destruir. Y nos guste o no, Putin y quienes le respaldaban entonces, y los que lo hacen ahora, lo evitaron recuperando sus viejos valores artísticos, culturales, filosóficos, morales, nacionales y religiosos.”
Vivimos en una época donde la historia está siendo despojada una y otra vez de sus contenidos. Los seres humanos somos buenos en eso y lo realizamos sin complejo alguno. Lo vimos en Kosovo, lo estamos viendo en Cataluña y es interesante manifestar cómo también está ocurriendo con Rusia. EE UU y la UE iniciaron ya desde la derrota de Hitler y de la Alemania nazi una detestable y peligrosa carrera hacia la demonización del país eslavo (entonces URSS) que puede desembocar en una catástrofe sin precedentes si tenemos en cuenta su potencial militar. Lo que está ocurriendo con Rusia es un nuevo botón de muestra del pillaje que padece la historia y que en este caso nos remite a las trucadas reglas del juego en el que participan las grandes potencias. Los poderes fácticos occidentales, al igual que otros, se esfuerzan con tenacidad en adulteraciones y falsificaciones con las que encaminar la memoria hacia los intereses políticos de cada época. Para ello, y en esta cuestión, se obvia el protagonismo soviético en la victoria sobre los nazis en la Segunda Guerra Mundial, cuando Hitler perdió lo mejor de su ejército en Moscú y Stalingrado; se intenta negar que esta fue provocada por la primera conflagración mundial y no se cuestiona el porqué de la tardía intervención norteamericana cuando la mayor parte de Europa estaba ya liberada.
¿Por qué está ocurriendo esto? ¿Qué interés existe en los principales actores de esta obra? ¿Quién quiere demonizar a Rusia y para qué? La respuesta es relativamente sencilla. EE UU y para llevarnos, si no estamos ya, hacia una nueva ‘guerra fría’, en este caso planetaria. Desacreditar el pasado, satanizar el presente y atacar el futuro. Si aún tenemos dudas sobre esta realidad, sólo tenemos que volver la vista atrás y comprobar que desde la caída del Muro de Berlín y la desintegración de la URSS, Rusia ha estado sometida a un cerco metódico y opresivo, tal y como demuestran los acontecimientos acaecidos en Europa del Este en los últimos años. A ello podemos sumar la campaña permanente en los medios de comunicación destacando los miles de defectos y taras de Vladímir Putin y de los rusos (da igual que sean comunistas o ultranacionalistas, de derechas o de izquierdas). Los viejos prejuicios y estereotipos reflejados desde siempre en la literatura y en la sociología. El aparato mediático occidental forja (conscientemente o no) una opinión que ratifica siempre las grandes opciones de sus gobernantes y de ahí que tenga que ‘fabricarse el miedo’, centrado en este caso en la «amenaza soviética» en el pasado, y la «amenaza rusa» en el presente. Amenaza que sólo fue una invención como más tarde reconocieron dirigentes de la CIA, tras la caída del Muro, señalando que los rusos nunca tuvieron ni los recursos ni la determinación de atacar el mundo occidental, pero que la tensión les concedía patente de corso para intervenir donde les diera la gana. La Perestroika regaló la soberanía de la URSS por la promesa de gozar del bienestar de los países occidentales más avanzados. Los cantos de sirena la desintegraron y aparecieron quince nuevas repúblicas y Rusia, la más grande y poderosa, soportó una presión sin límites que la pretendía destruir. Y nos guste o no, Putin y quienes le respaldaban entonces, y los que lo hacen ahora, lo evitaron recuperando sus viejos valores artísticos, culturales, filosóficos, morales, nacionales y religiosos.
Lo que ocurre en la actualidad nace de esta misma intención, la de mantener un orden unipolar en el que actores como China, Rusia y la UE no se conviertan en alternativa y lo transformen en uno multipolar. Cualquier país que pretenda ejercer su soberanía sin la aquiescencia estadounidense sabe que no lo podrá hacer. Por lo menos a largo plazo. No es necesario ser partidario de las políticas de Putin o de su propia persona para intentar ver con claridad esta realidad que describimos. Tampoco es imprescindible compartir su ideario político, económico y social ni valorar Rusia con o sin él. No tiene por qué caernos simpático y podemos catalogarlo como consideremos oportuno. Pero no debemos interpretar y valorar de forma diferente, como normalmente hacemos, los quebrantamientos y violaciones del Derecho Internacional ni las respuestas a situaciones similares en contextos geográficos diversos (Kosovo sí tiene derecho a la secesión, pero Crimea no; se fomenta, apoya y aplaude el golpe de estado de Ucrania, pero las provincias rusófonas del Donbás no pueden oponerse al mismo; las guerras chechenas fueron brutales, pero lo ocurrido en Libia e Irak no se percibe de igual forma; en Siria se ve con buenos ojos la intervención de unos y no la de otros; se rodea Rusia de un escudo antimisiles claramente amenazante y peligrosamente provocador, pero nos sorprenden sus quejas; etc.).
La cuestión, como señalábamos con anterioridad, es si nos conviene aceptar que el mundo entero esté dirigido por EE UU, y que defendamos sólo esta versión de la realidad, o si, por el contrario, consideramos que esta unipolaridad es un peligro para todos. Peligro que nos llevará a una tercera conflagración mundial nutrida de las cada vez más numerosas guerras locales generadas por un neoliberalismo depredador que demanda mercados, materias primas y mano de obra que casualmente se encuentra en los países del denominado Sur, y que en el mundo desarrollado ahonda cada vez más la brecha entre ricos y pobres. No olvidemos que la mayoría de los rusos, incluso los decepcionados prooccidentales, apoyan a su presidente, más que por él mismo, por sus acciones en Ucrania, Siria y en las elecciones norteamericanas, hechos estos que les han devuelto parte de su mancillado orgullo nacional y de su protagonismo mundial. Ante un panorama de esta índole, demonizar a Rusia no es la solución.