Àngel Ferrero
Iturria: eldiario.es agerkari digitala
2015-IV-22
En la nueva Guerra Fría que atravesamos, la pseudociencia de la kremlinología ha regresado a las páginas de los grandes diarios con su propósito de fabricar consensos.
Para los autores de este género falsario, Rusia es un régimen fascista y la anexión de Crimea equivale a la de Austria por Hitler.
Se necesita una información rigurosa sobre Rusia, que desvele la verdadera fisonomía de la actual distribución del poder y su dinámica internacional multipolar.
Los kremlinólogos de nuestros días son aplicados operarios en lo que Noam Chomsky denominó “fabricación de consenso”. Los periodistas y académicos que tratan de desafiar este consenso se arriesgan a perder su prestigio, sus contactos o incluso su puesto de trabajo. Quienes lo abonan, por el contrario, se ven recompensados y consiguen, entre otras cosas, más proyección mediática, lo que conduce, en última instancia, a un sesgo informativo, si no a una espiral de empobrecimiento del discurso público: quien más constantemente golpea a Rusia y su gobierno, más puntos por así decir obtiene, más artículos y libros publicados, más entrevistas concedidas y desde luego más dinero. Como todos los kremlinólogos asisten a los mismos concilios, comen los mismos canapés y luego se citan en sus artículos entre sí, el círculo se cierra sobre sí mismo, atrapando al lector de prensa, mientras los cardenales grises en el Kremlin y en la Casa Blanca tiran cómodamente de los hilos.
Uno de los últimos ejemplos de la preocupante “mezcla de géneros” denunciada por Kortunov es un reciente artículo de Michael Emerson, miembro del think tank Centro de Estudios Políticos Europeos (CEPS, por sus siglas inglesas), con sede en Bruselas. Emerson califica en su artículo a Rusia de “régimen fascista”, compara la adhesión de Crimea con el Anschlüss y al Donbás con los sudetes. Todo esto es, evidentemente, una grosera exageración, pero contribuye a enturbiar los intentos por analizar la situación cabalmente. Otro de los lugares comunes de la nueva kremlinología es la figura del filósofo de Tercera Posición Aleksandr Dugin, cuya mención va invariablemente acompañada de la descripción “influyente teórico en el Kremlin”. En realidad, como ha explicado en varias ocasiones en este mismo medio Javier Morales, profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Europea, el eurasianismo, tal y como lo entiende la corriente teórica de la nueva derecha apadrinada por Dugin, “tiene una escasa influencia real en el reducido círculo del Kremlin –mucho más pragmático que ideológico– donde se toman las decisiones, precisamente por vincularse a los delirios conspiranoicos de figuras marginales como Dugin”, quien, recuerda, “se ha quejado recientemente en público de no ser escuchado en los círculos de poder”. En efecto, en política internacional el Kremlin persigue una estrategia multipolar, y por ello mantiene buenas relaciones con países con sistemas políticos tan dispares como Venezuela, China o Irán.
Como escribió hace unos meses en su cuenta oficial de twitter Owen Jones, “por antipático que nos resulte, Putin no encabeza una dictadura totalitaria construida sobre un racismo violento”. En su actual mandato, consolidada ya la “vertical de poder” y un sistema político-económico con desequilibrios obvios y constantemente señalados por los medios occidentales, pero funcional, que combina el neoliberalismo en determinados campos con la estatización en otros –lo que conduce a muchos analistas a considerarlo como un capitalismo de Estado–, Putin ha apostado por una línea ideológica conservadora, con el nacionalismo ruso como estandarte. Aquí conviene precisar que este nacionalismo ruso, aunque vinculado mayormente a la religión ortodoxa, respeta el carácter pluriconfesional y multiétnico del país, y no es el nacionalismo étnico excluyente vinculado a la ultraderecha. El conflicto en Ucrania ha acentuado –como ha señalado Morales en estas páginas– esta línea, iniciada ya el año pasado con las ‘ cultural wars‘ (con la llamada “ley de propaganda homosexual”), y que, irónicamente, mantiene tantos puntos de contacto con el neoconservadurismo estadounidense que antes de que comenzase el conflicto en Donbás proliferaban en varios sectores del Partido Republicano los comentarios positivos sobre el presidente ruso.
Llegados a este punto, conviene destacar que el conservadurismo ruso adopta, como el resto de ideologías, formas propias –¿hay algún país en que eso no ocurra?– que merecen un mayor estudio y no los comentarios de zascandil a los que venimos estando acostumbrados. Según ha trascendido a la prensa, dos de los autores favoritos de Putin, por ejemplo, son los filósofos Nikolái Berdyáev (1874-1948) e Ivan Ilyn (1883-1954), que comparten el énfasis en el particularismo ruso en oposición a Occidente. “Las apelaciones de los partidos extranjeros a la democracia formal siguen siendo ingenuas, frívolas e irresponsables”, escribió Ilyn en 1949 en un artículo titulado “¿Qué es el Estado: una corporación o una institución?”. En palabras de Mark Ames, que editó en Moscú durante años el semanario de periodismo ‘gonzo’ the eXile, Putin vive ahora su “momento Nixon”, en referencia a la mayoría social silenciosa que lo apoya, con base sobre todo en el interior de Rusia, a la que los kremlinólogos y corresponsales de prensa occidentales prestan poca atención, concentrándose en cambio en los círculos de la oposición extraparlamentaria liberal de Moscú y San Petersburgo. Viendo los aciertos de nuestros kremlinólogos, parece que el “momento Nixon” de Putin va para largo.